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LA METAMORFOSIS

3. Parte 3

“¡Ay Dios! –pensó–. ¡Qué fatigosa profesión no he elegido! Uno y otro día de viaje. La agitación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en la misma casa, y además esta plaga de viajes que me ha sido impuesta, más la preocupación por las combinaciones de los trenes, la comida mala e irregular; las relaciones humanas, siempre cambiando, que nada duran y jamás llegan a ser cordiales. ¡Que todo se vaya al demonio!”. Sintió una ligera comezón sobre el vientre y lentamente se deslizó de espaldas, hacia la cabecera, para poder alzar mejor la cabeza. Descubrió el lugar del escozor; estaba cubierto de puntitos blancos muy nítidos que no sabía a qué atribuir, y al querer rascarse con una de las patas, hubo de retirarla inmediatamente pues el roce le producía escalofríos. Se escurrió hasta volver a la posición anterior. “Estos madrugones –pensó– lo vuelven a uno completamente estúpido. El hombre tiene que dormir lo suficiente. Hay viajantes que viven como odaliscas. Cuando yo, por ejemplo, regreso a media mañana a la posada para anotar los pedidos, esos señores recién toman su desayuno. Si yo, con el jefe que tengo, quisiera hacer lo mismo, me echarían a la calle de inmediato. Quién sabe si esto no sería lo mejor para mí. Si no fuera por mis padres, hace La metamorfosis 33 rato ya que me habría marchado. Me hubiera presentado ante el jefe para decirle sinceramente lo que pienso. ¡Se cae del pupitre! Es muy particular en él eso de sentarse sobre el pupitre y, desde allí arriba, hablar con los empleados, quienes, además, deben acercársele mucho porque es más sordo que una tapia. Ahora bien, la esperanza no está del todo perdida. Apenas reúna suficiente dinero como para pagar la deuda que con él tienen mis padres –esto será para dentro de cinco o seis años–, entonces me saldré con la mía. Pero ahora no tengo más remedio que levantarme pues el tren sale a las cinco”.