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LA METAMORFOSIS

5. Parte 5

Por cierto, vendría el jefe con el médico del seguro de enfermedad, les reprocharía a los padres el tener un hijo tan haragán e impediría sus réplicas apoyándose en la opinión del médico según el cual solo hay hombres completamente sanos y perezosos. ¿Y no tendría razón en este caso? Aparte de la excesiva somnolencia, lo que era natural después de un sueño prolongado, Gregorio se sentía perfectamente bien y hasta con un hambre particularmente vigorosa. Mientras pensaba en todo esto con gran apremio sin poder decidirse a abandonar el lecho, y justo cuando el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron nuevamente a la puerta que estaba junto a la cabecera de su cama. –Gregorio –gritaron (era la madre)–, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a viajar? ¡Qué voz tan dulce! Gregorio se espantó al oír su propia voz que respondía. Sin duda era la suya, pero mezclada con un irreprimible y doloroso pitido que le nacía de lo hondo y permitía que las palabras fueran claras al principio para destrozarlas después entre tales resonancias, que no se estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiese querido contestar prolijamente y explicarlo todo, pero, vistas las circunstancias, se limitó a decir: –Sí, sí, gracias, madre, ya me levanto. A través de la puerta de madera no se notó, seguramente, el cambio en la voz de Gregorio, pues la madre se tranquilizó con esa respuesta y se retiró. Pero gracias a esta breve conversación los demás miembros de la familia se dieron cuenta de que Gregorio, contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en la casa; y ya acudió el padre a golpear suavemente con el puño una hoja de la puerta. –Gregorio, Gregorio –llamó–, ¿qué sucede?–. Y luego de esperar un breve momento insistió con voz más grave: –Gregorio, Gregorio. Junto a la otra hoja la hermana se lamentaba quedamente: –Gregorio, ¿no te sientes bien? ¿Necesitas algo? Gregorio, esforzándose por hablar pausada y cuidadosamente de manera que su voz no llamara la atención, les contestó a ambos: –Ya estoy pronto. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana insistió, susurrando: –Gregorio, abre, te lo ruego. Pero Gregorio no pensaba de ningún modo abrir la puerta, sino que se alegraba de la precaución que había adquirido en sus viajes: encerrarse en su cuarto aunque estuviera en su casa.