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PRIMERA SALIDA DE GREGORIO

6. Parte 6

Una vez en el recibidor extendió su mano derecha en dirección de la escalera, como si verdaderamente esperase allí la salvación milagrosa. Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar que el encargado se marchara en ese estado de ánimo, si no quería llegar al extremo de perder su empleo en la tienda. Sus padres no entendían esto tan bien como él; a lo largo de los años habían llegado a la convicción de que Gregorio tenía el empleo asegurado de por vida y además estaban tan absorbidos ahora por las preocupaciones del momento, que habían descuidado toda previsión. Pero Gregorio no. Era imperioso retener al encargado, tranquilizarlo, convencerlo, y por último conquistarlo. ¡De ello dependía el porvenir de Gregorio y su familia! ¡Si al menos estuviera aquí la hermana! Ella era prudente. Había llorado cuando Gregorio aún yacía tranquilamente; y el galanteador del encargado se hubiera dejado llevar a cualquier parte por ella. Y ella, habría cerrado la puerta de la casa y en el recibidor lo hubiera disuadido de todo temor. Pero justamente la hermana no estaba allí, y Gregorio no tenía más remedio que arreglárselas solo. Sin pensar en absoluto que aún desconocía su actual capacidad de movimiento, ni tampoco que lo más posible y hasta lo más probable era que sus palabras volverían a ser ininteligibles, se desasió de la hoja de la puerta, se deslizó por la abertura, intentó avanzar hacia el encargado que aún se aferraba cómicamente con las dos manos a la baranda del rellano, pero, buscando dónde apoyarse, cayó sobre sus innumerables patitas emitiendo un leve quejido. Apenas sucedió esto tuvo, por primera vez en esa mañana, una sensación de bienestar físico. Las patitas pisaban suelo firme, y notó con alegría que le obedecían perfectamente y hasta ansiaban llevarlo a donde él quisiera, de modo que ya creía estar a punto de alcanzar la mejoría definitiva. Pero en el mismo momento en que él a causa del movimiento contenido se balanceaba a ras del suelo frente a su madre que se hallaba cerca, esta que parecía totalmente ensimismada, dio súbitamente un salto, y con los brazos extendidos y los dedos abiertos, se puso a gritar: –¡Socorro, por Dios! ¡Socorro!