LA METAMORFOSIS
Sitio: | Aulas | Uruguay Educa |
Curso: | LSU LITERATURA 6 |
Libro: | LA METAMORFOSIS |
Imprimido por: | Invitado |
Día: | sábado, 23 de noviembre de 2024, 06:23 |
1. Parte 1
Al despertar Gregorio Samsa una mañana, después de un sueño agitado, se encontró en su cama transformado en monstruoso insecto. Yacía sobre el duro caparazón de su espalda y, al levantar un poco la cabeza, vio su vientre pardo y combado, dividido por anillos rígidos, que apenas podía aguantar sobre sí la colcha que estaba a punto de resbalar hasta el piso. Sus numerosas patas, de una delgadez lamentable en comparación con el grosor habitual de sus piernas, se agitaban desamparadas ante sus ojos.
“¿Qué me ha sucedido?” –pensó–. No era un sueño. Su habitación, una habitación de verdad, acaso un poco demasiado pequeña, con sus cuatro paredes archiconocidas, no presentaba alteración alguna. Encima de la mesa, sobre la cual se hallaba esparcido un muestrario de paños –Samsa era viajante–, colgaba la estampa que él había recortado hacía poco de una revista ilustrada y encuadrado en un bonito marco dorado. Representaba una dama que lucía un gorro y una boa de pieles y estaba sentada muy erguida, alzando contra el espectador un pesado manguito, también de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo.
2. Parte 2
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo nublado –se oían repiquetear gotas de lluvia en el cinc del alféizar– lo puso completamente melancólico. “¿Qué pasaría –pensó– si durmiese aún otro poco y me olvidara de estas extravagancias?”. Pero esto era del todo irrealizable pues estaba acostumbrado a dormir sobre el lado derecho, y en su situación actual no podía adoptar esta postura. Por más que se esforzara en mantenerse sobre ese lado, al balancearse volvía a caer de espaldas. Mil veces trató de repetir la operación. Cerró los ojos para no tener que ver aquella agitación de patas, y cejó en su empeño cuando empezó a sentir en el costado un dolor ligero y sordo, imperceptible hasta entonces.
3. Parte 3
“¡Ay Dios! –pensó–. ¡Qué fatigosa profesión no he elegido! Uno y otro día de viaje. La agitación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en la misma casa, y además esta plaga de viajes que me ha sido impuesta, más la preocupación por las combinaciones de los trenes, la comida mala e irregular; las relaciones humanas, siempre cambiando, que nada duran y jamás llegan a ser cordiales. ¡Que todo se vaya al demonio!”. Sintió una ligera comezón sobre el vientre y lentamente se deslizó de espaldas, hacia la cabecera, para poder alzar mejor la cabeza. Descubrió el lugar del escozor; estaba cubierto de puntitos blancos muy nítidos que no sabía a qué atribuir, y al querer rascarse con una de las patas, hubo de retirarla inmediatamente pues el roce le producía escalofríos. Se escurrió hasta volver a la posición anterior. “Estos madrugones –pensó– lo vuelven a uno completamente estúpido. El hombre tiene que dormir lo suficiente. Hay viajantes que viven como odaliscas. Cuando yo, por ejemplo, regreso a media mañana a la posada para anotar los pedidos, esos señores recién toman su desayuno. Si yo, con el jefe que tengo, quisiera hacer lo mismo, me echarían a la calle de inmediato. Quién sabe si esto no sería lo mejor para mí. Si no fuera por mis padres, hace La metamorfosis 33 rato ya que me habría marchado. Me hubiera presentado ante el jefe para decirle sinceramente lo que pienso. ¡Se cae del pupitre! Es muy particular en él eso de sentarse sobre el pupitre y, desde allí arriba, hablar con los empleados, quienes, además, deben acercársele mucho porque es más sordo que una tapia. Ahora bien, la esperanza no está del todo perdida. Apenas reúna suficiente dinero como para pagar la deuda que con él tienen mis padres –esto será para dentro de cinco o seis años–, entonces me saldré con la mía. Pero ahora no tengo más remedio que levantarme pues el tren sale a las cinco”.
4. Parte 4
Miró el despertador que hacía tic-tac encima del baúl. “¡Santo Dios!” –se dijo–. Eran las seis y media y las agujas avanzaban tranquilamente. Era más tarde aún, casi las menos cuarto. ¿Acaso la campanilla no había sonado esta vez? Podía verse desde la cama que, efectivamente, estaba puesto a las cuatro. Había sonado, sin duda; ¿y era acaso posible haber seguido durmiendo con ese ruido que hacía temblar los muebles? En verdad, su sueño había sido intranquilo y tal vez, por lo mismo, más profundo. Y ahora, ¿qué podía hacer? El próximo tren salía a las siete; para alcanzarlo había que darse una prisa loca y el muestrario no estaba empaquetado aún. Además, él mismo no se sentía en absoluto ágil y despejado. Y en caso de alcanzar el tren, no podría evitar la tormenta que desencadenaría el jefe, pues el dependiente de la firma –hechura del amo, sin carácter ni inteligencia– lo habría esperado en el tren de las cinco y ya debía de haber dado cuenta de su falta. ¿Qué pasaría si diera parte de enfermo? Pero esto resultaría tan molesto como sospechoso, pues Gregorio, en cinco años de trabajo, no se había enfermado ni una sola vez.
5. Parte 5
Por cierto, vendría el jefe con el médico del seguro de enfermedad, les reprocharía a los padres el tener un hijo tan haragán e impediría sus réplicas apoyándose en la opinión del médico según el cual solo hay hombres completamente sanos y perezosos. ¿Y no tendría razón en este caso? Aparte de la excesiva somnolencia, lo que era natural después de un sueño prolongado, Gregorio se sentía perfectamente bien y hasta con un hambre particularmente vigorosa. Mientras pensaba en todo esto con gran apremio sin poder decidirse a abandonar el lecho, y justo cuando el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron nuevamente a la puerta que estaba junto a la cabecera de su cama. –Gregorio –gritaron (era la madre)–, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a viajar? ¡Qué voz tan dulce! Gregorio se espantó al oír su propia voz que respondía. Sin duda era la suya, pero mezclada con un irreprimible y doloroso pitido que le nacía de lo hondo y permitía que las palabras fueran claras al principio para destrozarlas después entre tales resonancias, que no se estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiese querido contestar prolijamente y explicarlo todo, pero, vistas las circunstancias, se limitó a decir: –Sí, sí, gracias, madre, ya me levanto. A través de la puerta de madera no se notó, seguramente, el cambio en la voz de Gregorio, pues la madre se tranquilizó con esa respuesta y se retiró. Pero gracias a esta breve conversación los demás miembros de la familia se dieron cuenta de que Gregorio, contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en la casa; y ya acudió el padre a golpear suavemente con el puño una hoja de la puerta. –Gregorio, Gregorio –llamó–, ¿qué sucede?–. Y luego de esperar un breve momento insistió con voz más grave: –Gregorio, Gregorio. Junto a la otra hoja la hermana se lamentaba quedamente: –Gregorio, ¿no te sientes bien? ¿Necesitas algo? Gregorio, esforzándose por hablar pausada y cuidadosamente de manera que su voz no llamara la atención, les contestó a ambos: –Ya estoy pronto. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana insistió, susurrando: –Gregorio, abre, te lo ruego. Pero Gregorio no pensaba de ningún modo abrir la puerta, sino que se alegraba de la precaución que había adquirido en sus viajes: encerrarse en su cuarto aunque estuviera en su casa.