LSU LITERATURA
SOLEDAD. JUAN JOSÉ MOROSOLI
1. Soledad
Soledad
Juan José Morosoli.
Domínguez
llegaba recién de las lagunas cortadas, con la ración para el
caballo. Era su única tarea. Iba allá todos los días a recoger
gramilla de superficie, y hojas de parietaria de los troncos podridos
de los sauces, para darle a su viejo caballo. Era éste un animal sin
dientes, bichoco y con los ojos opacos de nubes lechosas. Pero era
también la única cosa viva que tenía Domínguez, para ocuparse de
algo en la vida. Después de alimentarse él, no tenía nada,
absolutamente nada de qué ocuparse. Estas hierbas que Domínguez
traía a su caballo, eran el único alimento que el pobre animal
podía comer. Enflaquecía a ojos vistas y era seguro que no salvaría
con vida el invierno que comenzaba. Ahora que había terminado con la
tarea de racionar el caballo, Domínguez acercó la silla petisa, de
asiento de cuero de vaca, hasta las tunas, se sentó y empezó el
mate dulce. Era el desayuno. Pero no tenía azúcar. Hacía dos días
que desayunaba, almorzaba y cenaba con mate dulce y el azúcar se
había terminado. Pensó si iría a lo de un sobrino que tenía del
otro lado del pueblo a procurarse algún alimento. No tenía deseos
de ir, porque el sobrino, junto con algún trozo de carne, gustaba
darle consejos. Siempre le decía que parecía mentira que siendo tan
viejo no hubiera aprendido a vivir. Y Domínguez se tenía «que
olvidar sus canas y sujetarse las manos para que no se le estrellaran
en los cachetes del mocoso». Sí, no deseaba ir. Pero dos días sin
comer ablandan el cogote… Tal vez podía pedir fiado en el boliche
nuevo. Pero a lo mejor el bolichero nuevo estaba avisado por los
bolicheros viejos… a los que Domínguez tenía «marcados y
contramarcados». Y no es que fuera mal pagador. Lo que pasaba es que
la pensión era muy chica. Y que cuando él cobraba se olvidaba que
debía y se iba a comprar al centro con la plata en la mano. Además
por tres o cuatro días le gustaba ver vino, queso y dulce en la
mesa. Fue entonces que oyó el tambor y el clarín del circo. Un
payaso jinete en un elefante andaba por las calles anunciando la
función de la noche. Recordó enseguida que el hijo menor de
Umpiérrez había pasado por allí, arrastrando una bolsa de gatos
-una gata parida con seis gatitos- camino del circo.
-¿Qué
herejías le andás haciendo a esos bichos? -le preguntó.
-Los
llevo al circo… Compran gatos, perros y caballos, para darle de
comer a las fieras…
Domínguez
miró al fondo del terreno donde estaba el caballo viejo. Que el
animal estaba cerca del fin no había duda. -Habrá que enterrarlo,
pensó. Sacarlo de allí en una rastra… Pagar por ese trabajo…La
policía siempre aparecía en esos casos… El rancho estaba en la
«planta urbana»…Un caballo muerto es un problema bárbaro…Si no
estuviera en la planta urbana se muere y se lo comen los cuervos…
Pero…Lo volvió a mirar y lo hallaba cada vez más flaco…Se paró
con la yerba del mate sin mojar todavía. Se acercó al animal. Sobre
los ojos tenía dos pozos como dos nueces…En el hocico empezaba a
prosperar una granazón como una eczema fina y supurante. De noche
tosía como un hombre…Algunos días ni las yerbas de la laguna
comía…Pensándolo bien, con matarlo se le hacía un favor…
Porque era evidente que se estaba muriendo en pie. Pero morirse
porque a uno le llegó la hora, o porque quién sabe quién lo
ordena, es una cosa, y que a uno lo maten para darle de comer a los
bichos que hacen prueba, es otra cosa… Está bien.
El
caballo viene hacia él. Siempre hace así. Se queda al lado hasta
que él se vuelve hacia el rancho y entonces lo va empujando
cariñosamente con la cabeza calzada en sus espaldas… Es lo que
hace ahora.
De
tardecita salió. Ya había resuelto todo. La resolución era esta:
iría al boliche nuevo a pedir fiado. Si el hombre le fiaba, bien. Si
no, iría al circo. ¿Qué iba a hacer?
-Bueno
-le dijo al bolichero- yo soy Domínguez, el que vive en el rancho
aquel…Soy pensionista pero todavía no vino el pago…necesito
gastar dos o tres pesos…Y agregó solemne: -Si quiere saber cómo
cumplo mis compromisos, pregunte en los otros boliches…Cuido más
mi nombre que mi ropa…Y tengo fama de aseao…
Sonrió
y esperó la respuesta. Pero el otro también era especial. Le dijo
lo siguiente:
-Mire,
señor Domínguez, siento mucho no poderle fiar, porque usted se ve
que es bueno, derecho, y porque es pensionista además… a mí la
gente pensionista me gusta mucho. Pero mi capital son cien pesos…
Cuando tenga más capital venga no más…¿oyó?
Se
dio vuelta y se fue.
-Si
algún día tengo plata -se dijo- lo que es a éste no le compro
nada…Se ve que es un desconfiado número uno…
Entre
aquel olor a pasto, orines y carne podrida estaban las jaulas. Él
iba por un corredor a oscuras. Las jaulas estaban a los lados. Se
sentían movimientos y quejidos y ronquidos, pero no se veía nada.
Sólo cuando se paró a hablar con el hombre vio ocho o diez puntos
azules, como botones con luz, que sin duda serían los ojos de los
leones o de los tigres.
-Vengo
a vender un caballo. Medio grande -dijo.
-¿Gordo?
-No.
Viejo… Caballo viejo gordo no hay… Pero es un caballo sano…
-Ocho
pesos -contestó el otro. Domínguez preguntó:
-Dígame
una cosa: ¿Cuánto vale un cuero?
-¿Usted
viene a vender un cuero o un caballo?
-Un
caballo.
-Bueno,
si quiere lo trae sin cuero…Y ocho pesos…Y hoy, tiene que ser
hoy…Pasado mañana nos vamos…
-¿Ustedes
lo van a buscar?
-No,
lo trae usted, hoy. Pasado mañana nos vamos.
Lo
trajo. Venían despacio. Muy despacio. Casi nadie se daba cuenta de
que caminaban. Iban en la oscuridad como otra oscuridad que caminaba.
El caballo le había calzado la cabeza en la espalda, como
empujándolo, pero sin dudas para no perderse…Domínguez sentía la
cabeza en la espalda como un dolor que le llegaba del caballo. Entró.
Los bichos parecieron enloquecerse. Sabían que aquello era la
comida. Lo entregó allí en el corredor lleno de olores ácidos y
rugidos.
-¿Cómo
lo matan? -preguntó.
-Con
eso.
El
hombre, con una pequeña linterna señaló un marrón enorme lleno de
sangre y pelos.
-¿Ahora?
-Sí,
antes de la función. Los leones son viejos… Matamos el caballo
delante de ellos y no les damos de comer…Cuando entran al circo
parecen leones jóvenes. Le dio los ocho pesos. Domínguez empezó a
caminar por el corredor a oscuras como borracho.
Salió
a la noche. Estaba enfermo. Con náuseas. Entró en el primer
boliche, tomó dos o tres cañas y después rumbeó hacia el mercado.
Al fin llegó al rancho. En medio de la noche sentía los ecos de la
banda. Después los rugidos y aplausos y música otra vez. En el
cielo la estrella de luces del circo se levantaba como un barco
detenido. Era muy tarde. Ahora ya no sentía nada ni estaba la
estrella de luces. La noche se había vaciado de golpe y en ella
quedaba solamente él, al lado de las tunas, con un fuego apagado y
un asado que no había comido, esperando que amaneciera. No fumaba,
no pensaba, no estaba triste, no hacía nada más que estar en la
noche, hasta que se dio cuenta que era una bobada esperar que
amaneciera. No tenía nada que hacer. Ni traer pasto de la laguna. Ya
nunca, nunca, lo que se dice nunca, tendría más nada que hacer.
Nada. Nada. Entonces se puso a llorar.