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TERCERA SALIDA DE GREGORIO

Sitio: Aulas | Uruguay Educa
Curso: LSU LITERATURA 6
Libro: TERCERA SALIDA DE GREGORIO
Imprimido por: Invitado
Día: sábado, 18 de mayo de 2024, 01:20

1. Parte 1

Esa misma noche tocaron el violín en la cocina. Gregorio no recordaba haberlo oído en todo aquel tiempo. Los huéspedes ya habían dado término a su cena; el del medio sacó un diario, le dio una hoja a cada uno de los otros, y los tres leían echados hacia atrás y fumaban. Cuando el violín comenzó a sonar, prestaron atención, se levantaron y fueron de puntillas hasta la puerta del recibidor, y se quedaron allí inmóviles y muy juntos. Debieron oírlos desde la cocina, pues el padre dijo en voz alta: –Si a los señores les desagrada la música, cesará de inmediato. –Al contrario –dijo el señor del medio–. ¿No le agradaría a la señorita venir donde nosotros y tocar aquí, porque es más cómodo y agradable? –¡Como no!, si ustedes lo permiten –exclamó el padre como si él fuera el violinista. Los huéspedes volvieron a la sala y esperaron. De inmediato llegó el padre trayendo el atril, la madre las hojas de música y la hermana el violín. Muy tranquila, esta preparó todo para tocar. Los padres, que antes nunca habían alquilado habitaciones y por lo mismo exageraban la cortesía para con los huéspedes, no se atrevieron a sentarse en sus sitios habituales. El padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha metida entre dos botones de la librea cerrada; pero la madre aceptó el sillón que uno de los huéspedes le ofreciera, y se sentó, dejando el asiento en el rincón apartado donde aquel señor lo había colocado casualmente. La hermana comenzó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su sitio, seguían atentamente los movimientos de sus manos. Gregorio, atraído por la música, se atrevió a avanzar un paso y su cabeza ya estaba en la sala.


2. Parte 2

Apenas lo sorprendía la escasa consideración que en los últimos tiempos tenía para con los otros, cuando antes, dicha consideración había sido su mayor orgullo. Y además tenía precisamente ahora más motivos para ocultarse, pues se hallaba cubierto por el polvo que abundaba en toda su habitación y que se levantaba al menor movimiento; y también arrastraba consigo hilos, pelos y restos de comida adheridos al lomo y a los costados. Su indiferencia frente a todo era mucho mayor que antes, cuando él, echado de espaldas, se restregaba contra la alfombra varias veces en el día. A pesar del estado en que se encontraba, no sentía temor al avanzar un poco por el suelo inmaculado de la sala. Cierto que nadie reparaba en él. La familia estaba completamente absorta por el violín; no así los huéspedes, que si al principio se habían parado con las manos en los bolsillos del pantalón, detrás del atril, tan cerca de la hermana que hubieran podido leer las notas, con lo cual seguramente la molestaban, pronto se retiraron hacia la ventana conversando a media voz y con las cabezas inclinadas, y allí permanecían aún, lo cual preocupaba al padre que los observaba. Aquello parecía revelar muy claramente que habían sido defraudados en su esperanza de oír un concierto de violín hermoso o al menos entretenido, que ya estarían hartos de todo aquello, y que solo por cortesía permitían que les perturbasen la tranquilidad. Particularmente por la manera de exhalar hacia arriba el humo de sus cigarros, por la boca o la nariz, delataban su extrema nerviosidad. Y sin embargo, ¡qué bien tocaba la hermana! Con el rostro inclinado a un lado, seguía el pentagrama con ojos tristes y atentos. Gregorio se arrastró otro poco hacia adelante con la cabeza contra el suelo, haciendo lo posible para que la mirada de la hermana se encontrara con la suya. ¿Era realmente un animal cuando la música tanto lo conmovía? Le parecía que se le revelaba el camino hacia un alimento desconocido y ansiado. Estaba decidido a avanzar hasta la hermana, tirarle de la pollera e indicarle de este modo que viniera a su cuarto con el violín pues nadie apreciaba aquí su música como él; y al menos mientras él viviera, no la dejaría salir de su cuarto. Por primera vez su espantosa figura le serviría de algo: rechazaría con furia a quienes lo agredieran, para lo cual querría estar en todas las puertas de su habitación al mismo tiempo.


3. Parte 3

Pero la hermana tendría que permanecer con él voluntariamente y no por fuerza. Sentada en el sofá junto a él, inclinaría la cabeza para escucharlo, y él le confesaría que había tenido el firme propósito de enviarla al Conservatorio, y que de no haber ocurrido aquella desgracia, en las pasadas Navidades –¿acaso habían pasado ya las Navidades?– se lo hubiera contado a todos sin preocuparse de ocasionales objeciones. Luego de esta explicación la hermana rompería a llorar estremecida y Gregorio se erguiría hasta sus hombros para besarle el cuello que, desde que trabajaba en la tienda, acostumbraba a llevar desnudo, sin cuello ni cinta.

– ¡Señor Samsa! –le dijo al padre el señor del medio, y sin perder más tiempo en palabras, señaló con el índice a Gregorio que avanzaba lentamente. Enmudeció el violín. El señor del medio miró primeramente a sus amigos, sacudiendo la cabeza, para volver después la vista a Gregorio. Al padre le pareció que en lugar de expulsar a Gregorio era preciso, ante todo, tranquilizar a los huéspedes pese a que ellos no acusaban la menor alteración, sino que parecían divertirse más con Gregorio que con el violín. Se precipitó hacia ellos con los brazos extendidos tratando de empujarlos a su habitación y, al mismo tiempo, ocultarles con su propio cuerpo la vista de Gregorio. En realidad ellos se mostraron un poco enojados, aunque no era posible saber si esto se debía a la actitud del padre o al enterarse de que habían vivido bajo el mismo techo con un vecino como Gregorio. Exigían explicaciones al padre, levantaban a su vez los brazos, se tiraban nerviosamente de las barbas, mientras retrocedían muy lentamente a su habitación.


4. Parte 4

Mientras tanto, la hermana había superado la perplejidad que le ocasionara el haber sido interrumpida bruscamente, y después de quedarse un momento con el violín y el arco en sus manos que colgaban indolentes, mirando el pentagrama como si todavía tocase, recobró súbitamente el ánimo, plantó el instrumento en el regazo de su madre que, respirando con fatiga, aún estaba en su butaca, y se precipitó a la habitación contigua a la que los huéspedes se acercaban ya más rápidamente, empujados por el padre. Pudo verse cómo, bajo las diligentes manos de la hermana, colchas y almohadones volaban por los aires y se acomodaban sobre los lechos. Y antes que los señores llegaran a la habitación, las camas ya estaban tendidas y ella se había escabullido. El padre que, al parecer, estaba nuevamente poseído por su obstinación, olvidaba todas las normas de cortesía que debía a sus huéspedes. No hacía más que empujar y empujar, hasta que al llegar a la puerta el señor del medio dio una patada en el suelo y lo obligó a detenerse, diciéndole con voz de trueno al par que levantaba la mano y buscaba con la mirada también a la madre y a la hermana: –Con esto, declaro que, teniendo en cuenta las circunstancias repugnantes que imperan en esta casa y esta familia –y al llegar aquí escupió en el suelo con brusca resolución–, entrego inmediatamente la habitación. Por supuesto que no pienso pagar absolutamente nada por los días que me alojé aquí; por el contrario, créame usted, he de pensar si presento una demanda contra usted, lo que será muy fácil de justificar. Calló, y miró fijamente como si esperase algo. Y en efecto, sus dos amigos agregaron de inmediato: –También nosotros nos vamos enseguida–. Tras lo cual el primero agarró el picaporte y cerró la puerta con estruendo.


5. Parte 5

El padre, tambaleándose y tanteando con las manos, caminó hasta su sillón y se dejó caer. Parecía que iba a echarse el acostumbrado sueñecito de todas las noches, pero la inclinación de su cabeza que colgaba, falta de apoyo, demostraba que no dormía. Durante todo ese tiempo, Gregorio había permanecido inmóvil en el mismo lugar en que lo sorprendieran los huéspedes. La desilusión ante el fracaso de su plan, y acaso también la debilidad causada por el hambre excesiva, le impedían moverse. Tenía cierta razón al temer que en breves instantes se descargaría sobre él una tormenta. Esperó. Ni siquiera se asustó cuando el violín se escurrió entre los dedos temblorosos de la madre y, cayendo de su regazo, resonó vibrante. –Queridos padres –dijo la hermana golpeando la mesa con el puño, a modo de introducción–, esto no puede seguir así. Acaso no lo comprendan, pero yo sí. No quiero pronunciar el nombre de mi hermano ante semejante monstruo, y por lo tango digo simplemente esto: debemos intentar deshacernos de él. Hemos hecho lo humanamente posible para cuidarlo y tolerarlo. No creo que nadie pueda reprocharnos lo más mínimo. –Tiene toda la razón del mundo –dijo el padre para sí. La madre, que aún no podía salir de su ahogo, con los ojos extraviados, comenzó a toser sordamente, cubriéndose la boca con la mano. La hermana corrió hacia ella y le sostuvo la frente. El padre, que parecía tener ideas más precisas luego de las palabras de la hermana, se había incorporado en La metamorfosis 87 su asiento, jugaba con su gorra de ordenanza por entre los platos de la cena de los huéspedes, que aún estaban sobre la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregorio que permanecía inmóvil. –Debemos intentar deshacernos de él –dijo la hermana dirigiéndose solo al padre, pues la madre no podía oírla a causa de la tos–. Estoy viendo que esto acabará con nosotros.


6. Parte 6

Cuando se tiene que trabajar tan duramente como lo hacemos, no es posible tener que aguantar además estos tormentos en casa. Yo tampoco puedo más. Y rompió a llorar con tanta fuerza, que sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la madre que se las enjugó mecánicamente con la mano. –Pero, hija, ¡qué le vamos a hacer! –dijo el padre compasivo y sorprendentemente lúcido. La hermana se encogió de hombros como mostrando la perplejidad que se había apoderado de ella mientras lloraba, y que contrastaba con su anterior decisión. –¡Si él nos comprendiera! –dijo el padre casi en tono interrogativo. La hermana, en medio del llanto, agitó vehementemente la mano indicando que no había ni que pensar en tal cosa. –Si él nos comprendiera –repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de esto– acaso pudiéramos llegar a un acuerdo con él. Pero así... –Tiene que marcharse –dijo la hermana–. Es el único remedio, padre. No tienes más que desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído así durante tanto tiempo es sin duda el origen de nuestra desgracia. ¿Pero cómo es posible que esto sea Gregorio? Si fuera él, hace rato que hubiera comprendido que no es viable la convivencia de seres humanos con semejante bestia, y se hubiera marchado voluntariamente. Entonces ya no tendríamos hermano, pero podríamos seguir viviendo y honrar su memoria. Pero así, este animal nos persigue, espanta a los huéspedes y evidentemente quiere apoderarse de toda la casa y echarnos a la calle.


7. Parte 7

¡Mira padre! –gritó de pronto–. ¡Ya empieza de nuevo! Y presa de un temor totalmente incomprensible para Gregorio, la hermana abandonó aun a la madre, apartándose de su sillón como si prefiriese sacrificarla antes que permanecer cerca de Gregorio, y corrió a refugiarse detrás del padre que, excitado por esta actitud, también se puso de pie extendiendo los brazos ante la hermana como para protegerla. Pero Gregorio no tenía la menor intención de asustar a nadie, y mucho menos a su hermana. Simplemente había comenzado a dar la vuelta para regresar a su habitación, y lo que realmente llamaba la atención era que, a causa de su estado achacoso, solo podía realizar la difícil maniobra ayudándose con la cabeza, que varias veces levantó para dejarla caer después golpeándola contra el piso. Se detuvo y miró alrededor suyo. Parecía que habían adivinado su buena intención. Aquello había sido solo un susto pasajero. Ahora todos lo observaban silenciosos y tristes. La madre estaba en su sillón con las piernas estiradas y muy juntas, y los ojos casi cerrados de desfallecimiento El padre y la hermana se hallaban sentados uno junto al otro, y Grete rodeaba con una mano el cuello del padre. “Bueno, tal vez ya pueda volverme”, pensó Gregorio, y comenzó de nuevo la operación. Fatigado, no podía reprimir los resoplidos, y de vez en cuando debía detenerse para descansar. Por lo demás, nadie lo apremiaba. Lo dejaban actuar por sí mismo. Apenas terminó de dar la vuelta, comenzó a retirarse en línea recta. Se asombró de la gran distancia que lo separaba de su cuarto y no podía concebir cómo, a pesar de su debilidad, podía haber recorrido antes el mismo camino, casi sin notarlo. Pensando solo en arrastrarse lo más rápidamente posible, apenas se dio cuenta de que ninguna palabra, ningún grito de la familia lo molestaban. Recién cuando llegó a la puerta volvió la cabeza, pero no completamente, pues sintió que el cuello se le ponía rígido; con todo, vio aún que nada había cambiado detrás suyo, salvo que la hermana se había puesto de pie. Su última mirada fue para la madre, que ahora se hallaba profundamente dormida. No bien entró en su cuarto, se cerró rápidamente la puerta y pasaron el cerrojo y la llave. Este ruido brusco asustó tanto a Gregorio, que las patitas se le doblaron. Quien tanta prisa tenía era la hermana. Había permanecido de pie y al acecho; luego, se había precipitado ágilmente hacia adelante, sin que Gregorio la oyera acercarse. –¡Por fin! –exclamó dirigiéndose a los padres, mientras hacía girar la llave en la cerradura. “–¿Y ahora?”, se preguntó Gregorio mientras, en medio de la oscuridad, miraba en torno suyo. No tardó en descubrir que ya le era absolutamente imposible moverse, pero no se asombró por ello, porque lo que ante todo le parecía poco natural, era el haberse podido desplazar, como hasta ahora, con esas patitas tan delgadas. Por lo demás se sentía relativamente cómodo, aunque a decir verdad le dolía todo el cuerpo, pero era como si los dolores se fueran debilitando cada vez más, y pronto fueran a desaparecer por completo.


8. Parte 8

Se asombró de la gran distancia que lo separaba de su cuarto y no podía concebir cómo, a pesar de su debilidad, podía haber recorrido antes el mismo camino, casi sin notarlo. Pensando solo en arrastrarse lo más rápidamente posible, apenas se dio cuenta de que ninguna palabra, ningún grito de la familia lo molestaban. Recién cuando llegó a la puerta volvió la cabeza, pero no completamente, pues sintió que el cuello se le ponía rígido; con todo, vio aún que nada había cambiado detrás suyo, salvo que la hermana se había puesto de pie. Su última mirada fue para la madre, que ahora se hallaba profundamente dormida. No bien entró en su cuarto, se cerró rápidamente la puerta y pasaron el cerrojo y la llave. Este ruido brusco asustó tanto a Gregorio, que las patitas se le doblaron. Quien tanta prisa tenía era la hermana. Había permanecido de pie y al acecho; luego, se había precipitado ágilmente hacia adelante, sin que Gregorio la oyera acercarse. –¡Por fin! –exclamó dirigiéndose a los padres, mientras hacía girar la llave en la cerradura. “–¿Y ahora?”, se preguntó Gregorio mientras, en medio de la oscuridad, miraba en torno suyo. No tardó en descubrir que ya le era absolutamente imposible moverse, pero no se asombró por ello, porque lo que ante todo le parecía poco natural, era el haberse podido desplazar, como hasta ahora, con esas patitas tan delgadas. Por lo demás se sentía relativamente cómodo, aunque a decir verdad le dolía todo el cuerpo, pero era como si los dolores se fueran debilitando cada vez más, y pronto fueran a desaparecer por completo.

9. Parte 9

Apenas sentía la manzana podrida incrustada en su lomo y la inflamación completamente cubierta por el polvo blancuzco. Pensó en su familia con emocionado cariño. Su convicción de que tenía que desaparecer era acaso más firme que la de su hermana. Permaneció en un estado de meditación vacuo y apacible, hasta que en el reloj del campanario dieron las tres de la madrugada. Llegó a tener conciencia de la claridad difusa del alba al otro lado de la ventana. Luego, involuntariamente, su cabeza se hundió por completo, y su hocico exhaló débilmente el postrer aliento.


10. Créditos

La Metamorfosis. Franz Kafka

Traducción de Héctor Galmés

ILSU Graciela Pimienta

Audio Florencia Barnada