1. Parte 1

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, después de un sueño agitado, se encontró en su cama transformado en monstruoso insecto. Yacía sobre el duro caparazón de su espalda y, al levantar un poco la cabeza, vio su vientre pardo y combado, dividido por anillos rígidos, que apenas podía aguantar sobre sí la colcha que estaba a punto de resbalar hasta el piso. Sus numerosas patas, de una delgadez lamentable en comparación con el grosor habitual de sus piernas, se agitaban desamparadas ante sus ojos.

“¿Qué me ha sucedido?” –pensó–. No era un sueño. Su habitación, una habitación de verdad, acaso un poco demasiado pequeña, con sus cuatro paredes archiconocidas, no presentaba alteración alguna. Encima de la mesa, sobre la cual se hallaba esparcido un muestrario de paños –Samsa era viajante–, colgaba la estampa que él había recortado hacía poco de una revista ilustrada y encuadrado en un bonito marco dorado. Representaba una dama que lucía un gorro y una boa de pieles y estaba sentada muy erguida, alzando contra el espectador un pesado manguito, también de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo.