1. Doña Mercedes



Doña  Mercedes de : Dino Armas

PUBLICADO en “EL ECO” el sábado 18 de mayo de 1993


Mi abuela era doña Mercedes, la curandera del Cerro. Buena, tanto como para curar un empacho, como para hacer volver a un marido infiel.

La fila de clientes era larguísima y competía con la que tenía el doctor Ostria en la esquina de la misma cuadra. Los dos se conocían y respetaban: uno curaba el cuerpo y la otra, el alma. Aquellas mujeres, sentadas sin hablarse, en silencio respetuoso y apretando algunas a sus bebés; otras, las ropas del amado o de la traidora o sino fotos, esperaban pacientes la palabra y el roce de la mano en la cabeza de aquella mujer que santigüaba a esas criollas.

Sus manos todavía eran suaves y hacían recordar a aquella jovencita que, muchos años atrás, había dejado las Islas Canarias para venirse a la América, para seguir a su Pepe. Nunca más volvieron.

Sus hijos nacieron todos en Uruguay. Yo, su primer nieto, iba a verla y ya estaba acostumbrado a pasar delante de esas mujeres que esperaban la tarde entera.

Me gustaba ver trabajar a mi abuela, inclinada sobre las mujeres, santiguando pañuelos, corbatas, ropa interior o “tirándole el cuero” a los bebés o usando el canto de una cuchilla para curar chichones, o dolores más intensos.

Mis visitas de los domingos eran más interesadas. Sabía que ella me iba a dar plata para las matinés del “Apolo”, del “Selecto” o del “Edén” … Del batón, siempre negro, siempre el mismo, salían aquellas monedas que me permitían estar toda la tarde viendo las cintas de “convoy” o las últimas de Sandrini. De a poco mi bronquitis asmática se fue haciendo más fuerte. La tos y el dolor profundo de pecho hacían que no pudiese correr, que faltara mucho a la escuela y que mi cita dominguera con el cine fuese cambiada por la lectura de libros y de revistas.

Entonces ella, la abuela y la curandera juntas por primera vez, determinaron el remedio: tenía que salivar en la boca de un pez vivo y volverlo a tirar a las aguas de la bahía. Así, yo le iba a pasar el asma al pez y éste se lo iba a llevar lejos, al fondo del mar.

Mi padre consiguió una chalana prestada y junto a un amigo, los dos remando con fuerza, me llevaron al medio de la bahía, muy cerca de la isla de las Ratas.

No sé si esperamos una hora o un minuto hasta que se pudo sacar a un pez.

Mi padre tomó entre sus manos a aquel pez que se movía más que la chalana y yo junté mucha saliva, tanta como podía, porque sabía que el remedio de mi abuela iba a ser eficaz.

Después mi padre lo arrojó al agua y el pez se hundió veloz en las aguas grises. Volvimos a la costa en medio de relámpagos y con las primeras gotas de lluvia mojándonos la ropa. En la Piedra Redonda estaba esperándonos mi madre, con un saco para taparme.

Esa noche dormí sin toser, el pecho abierto al aire fresco de la tormenta. Y la receta de mi abuela canaria dio resultado. Lo que no habían podido las inyecciones y las pastillas, lo pudo doña Mercedes.

Crecí y el asma quedó atrás. Para siempre, se lo llevó aquel pez nervioso y movedizo al fondo de la bahía. Y ahora, cuando escucho el ruido de las olas al golpear las viejas maderas del muelle, me digo, ahí, en ese ruido ronco y repetido, está el asma de mi infancia.